lunes, 8 de junio de 2020

Elizabide el vagabundo. Pío Baroja.



ELIZABIDE EL VAGABUNDO

 Cer zala usté cenuben
enamoratzia?
 Sillau is hiri eta
guitarra jotzia?
(¿Qué creías tú que era el enamorarse?
¿Sentarse en la silla y tocar la guitarra?)
       (Popular)

Muchas veces, mientras trabajaba en aquel abandonado jardín, Elizabide el Vagabundo se decía al ver pasar a Maintoni, que volvía de la iglesia :
"¿Qué pensará? ¿Vivirá satisfecha?" ¡La vida de Maintoni le parecía tan extraña! Porque era natural que quien como él había andado siempre a la buena de Dios, rodando por el mundo, encontrara la calma y el silencio de la aldea deliciosos; pero ella, que no había salido nunca de aquel rincón, ¿no sentiría deseos de asistir a teatros, a fiestas o diversiones, de vivir otra vida más espléndida, más intensa? Y como Elizabide el Vagabundo no se daba respuesta a su pregunta, seguía removiendo la tierra con su azadón, filosóficamente.
 "Es una mujer fuerte -pensaba después -; su alma es tan serena, tan clara, que llega a preocupar. Una preocupación científica, sólo científica, eso, claro." Y Elizabide el Vagabundo, satisfecho de la seguridad que se concedía a sí mismo de que íntimamente no tomaba parte en aquella preocupación, seguía trabajando en el jardín abandonado de su casa.
  Era un tipo bastante curioso el de Elizabide el Vagabundo. Reunía todas las cualidades y defectos del vascongado de la costa; era audaz, irónico, perezoso, burlón. La ligereza y el olvido constituían la base de su temperamento; no daba importancia a nada, se olvidaba de todo. Había gastado casi entero su escaso capital en sus correrías por América, de periodista en un pueblo, de negociante en otro, aquí vendiendo ganado, allá comerciando en vinos. Estuvo muchas veces a punto de hacer fortuna, lo que no consiguió por indiferencia. Era de esos hombres que se dejan llevar por los acontecimientos sin protestar nunca. Su vida, él la comparaba con la marcha de uno de esos troncos que van por el río, que, si nadie los recoge, se pierden, al fin, en el mar.
 Su inercia y su pereza eran más de pensamiento que de manos; su alma huía de él muchas veces; le bastaba mirar el agua corriente, contemplar una nube o una estrella, para olvidar el proyecto más importante de su vida, y cuando no lo olvidaba por esto, lo abandonaba por cualquier otra cosa, sin saber por qué, muchas veces.
 Últimamente se había encontrado en una estancia del Uruguay, y como Elizabide era agradable en su trato y no muy desagradable en su aspecto, aunque tenía ya sus treinta y ocho años, el dueño de la estancia le ofreció la mano de su hija, una muchacha bastante fea, que estaba en amores con un mulato. Elizabide, a quien no le parecía mal la vida salvaje de la estancia, aceptó, y ya estaba para casarse cuando sintió la nostalgia de su pueblo, del olor a heno de sus montes, del paisaje brumoso de la tierra vascongada. Como en sus planes no entraban las explicaciones bruscas, una mañana, al amanecer, advirtió a los padres de su futura que iba a ir a Montevideo a comprar el regalo de bodas; montó a caballo, y luego en el tren, llegó a la capital, se embarcó en un transatlántico, y después de saludar cariñosamente la tierra hospitalaria de América, se volvió a España.
  Llegó a su pueblo, un pueblecillo de la provincia de Guipúzcoa;  abrazó a su hermano Ignacio, que estaba allí de boticario; fue a ver a su nodriza, a quien prometió no hacer ninguna escapatoria más, y se instaló en su casa. Cuando corrió por el pueblo la voz de que no sólo no había hecho dinero en América, sino que lo había perdido, todo el mundo recordó que antes de salir de la aldea ya tenía fama de fatuo, de insustancial y de vagabundo.
 Él no se preocupaba absolutamente nada por estas cosas; cavaba en su huerta, y en los ratos perdidos trabajaba en construir una canoa para andar por el río, cosa que a todo el pueblo indignaba. 
 Elizabide el Vagabundo creía que su hermano Ignacio, la mujer y los hijos de éste le desdeñaban, y por eso no iba a visitarlos más que de cuando en cuando; pero pronto vio que su hermano y su cuñada le estimaban y le hacían reproches porque no iba a verlos. Elizabide comenzó a acudir a casa de su hermano con más frecuencia.
 La casa del boticario estaba a la salida del pueblo, completamente aislada; por la parte que miraba al camino tenía un jardín rodeado de una tapia, y por encima de ella salían ramas de laurel de un verde oscuro que protegían algo la fachada del viento del Norte. Pasando el jardín estaba la botica.
 La casa no tenía balcones, sino sólo ventanas, y éstas abiertas en la pared, sin simetría alguna; quizá esto era debido a que algunas de ellas estaban tapiadas.
 Al pasar en el tren o en el coche por las provincias del Norte, ¿no habéis visto casas solitarias que, sin saber por qué, os daban envidia? Parece que allá dentro se debe de vivir bien, se adivina una existencia dulce y apacible; las ventanas, con cortinas, hablan de interiores casi monásticos, de grandes habitaciones amuebladas con arcas y cómodas de nogal, de inmensas camas de madera; de una existencia tranquila, sosegada, cuyas horas pasan lentas, medidas por el alto reloj de alta caja, que lanza en la noche su sonoro tic-tac.
 La casa del boticario era de éstas; en el jardín se veían jacintos, heliotropos, rosales y enormes hortensias, que llegaban hasta la altura de las ventanas del piso bajo. Por encima de la tapia del jardín caían como en cascada un torrente de rosas blancas, sencillas, que en vascuence se llaman chornas (locas) por lo frívolas que son y por lo pronto que se marchitan y se caen.
 Cuando Elizabide el Vagabundo fue a casa de su hermano, ya con más confianza, el boticario y su mujer, seguidos de todos los chicos, le enseñaron la casa, limpia clara y bienoliente; después fueron a ver la huerta, y aquí Elizabide el Vagabundo vio por primera vez a Maintoni, que, con la cabeza cubierta con un sombrero de paja, estaba recogiendo guisantes en la falda del delantal. Elizabide y ella se saludaron friamente.
 -Vamos hacia el río -le dijo a su hermana la mujer del boticario-. Diles a las chicas que lleven el chocolate allí.
  Maintoni se fue hacia la casa, y los demás, por una especie de túnel largo, formado por perales que tenían las ramas extendidas como las varillas de un abanico, bajaron a una plazoleta que estaba junto al río, entre árboles, en donde había una mesa rústica y un banco de piedra. El sol, al penetrar entre el follaje, iluminaba el fondo del río, y se veían las piedras redondas del cauce y los peces que pasaban lentamente, brillando como si fueran de plata. La tarde era de una tranquilidad admirable; el cielo, azul, puro y tranquilo.
 Antes de caer la tarde, las dos muchachas de casa del boticario vinieron con bandejas en la mano, trayendo chocolate y bizcochos. Los chicos se abalanzaron sobre los bizcochos como fieras. Elizabide el Vagabundo habló de sus viajes, contó algunas aventuras y tuvo suspensos de sus labios a todos. Sólo ella, Maintoni, pareció no entusiasmarse gran cosa con aquellas narraciones.
 -Mañana vendrás, tío Pablo, ¿verdad? -le decían los chicos.
 -Sí, vendré.
Y Elizabide el Vagabundo se marchó a su casa y pensó en Maintoni y soñó con ella. La veía, en su imaginación, tal cual era: chiquitilla, esbelta, con sus ojos negros, brillantes, rodeada de sus sobrinos, que la abrazaban y la besuqueaban.
 Como el mayor de los hijos del boticario estudiaba el tercer año del Bachillerato, Elizabide se dedicó a darle lecciones de francés, y a estas lecciones se agregó Maintoni.
 Elizabide comenzaba a sentirse preocupado con la hermana de su cuñada, tan serena, tan inmutable; no se comprendía si su alma era un alma de niña, sin deseos ni aspiraciones, o si era una mujer indiferente a todo lo que no se relacionase con las personas que vivían en su hogar. El vagabundo la solía mirar absorto. "¿Qué pensará?", se preguntaba. Una vez se sintió atrevido, y le dijo:
 -Y usted ¿no piensa casarse, Maintoni?
 - ¡Yo! ¡Casarme!
 - ¿Por qué no?
 - ¿Quién va a cuidar de los chicos si me caso? Además, yo ya soy una  nescazarra (solterona) -contestó ella riéndose.
 - ¡A los veintisiete años solterona! Entonces, yo, que tengo treinta y ocho, debo de estar en el último grado de la decrepitud.
 Maintoni a esto no dijo nada ; no hizo más que sonreir.
 Aquella noche Elizabide se asombró al ver lo que le preocupaba la Maintoni.
 "¿Qué clase de mujer es ésta? -se decía-. De orgullosa no tiene nada, de romántica, tampoco, y, sin embargo..."
 En la orilla del río, cerca de un estrecho desfiladero, brotaba una fuente, que tenía un estanque profundísimo; el agua parecía allí de cristal, por lo inmóvil. "Así era, quizá, el alma de Maintoni -se decia Elizabide-, y, sin embargo..." Sin embargo, a pesar de sus definiciones, la preocupación no se desvanecía; al revés, iba haciéndose mayor.
 Llegó el verano; en el jardín de la casa del boticario reuníase toda la familia, Maintoni y Elizabide el Vagabundo. Nunca fue éste tan exacto como entonces, nunca tan dichoso y tan desgraciado, al mismo tiempo. Al anochecer, cuando el cielo se llenaba de estrellas y la luz pálida de Júpiter brillaba en el firmamento, las conversaciones se hacían más intimas, más familiares, coreadas por el canto de los sapos. Maintoni se mostraba más expansiva, más locuaz.
 A las nueve de la noche, cuando se oía el sonar de los cascabeles de la diligencia que pasaba por el pueblo, con un gran farol sobre la capota del pescante, se disolvía la reunión, y Elizabide se marchaba a su casa, haciendo proyectos para el día de mañana, que giraban siempre alrededor de Maintoni. 
 A veces, desalentado se preguntaba : "¿No es imbécil haber recorrido el mundo para venir a caer en un pueblecillo y enamorarse de una señorita de aldea?" ¡Y quién se atrevía a decir nada a aquella mujer tan serena, tan impasible!
 Fue pasando el verano, llegó la época de las fiestas, y el boticario y su familia se dispusieron a celebrar la romería de Arnazábal, como todos los años.
 -¿Tú también vendrás con nosotros? -le preguntó el boticario a su hermano.
 -Yo, no.
 -¿Por qué no?
 -No tengo ganas. 
 -Bueno, bueno; pero te advierto que te vas a quedar solo, porque hasta las muchachas vendrán con nosotros.
 -¿Y usted también? -dijo Elizabide a Maintoni.
 -Sí. ¡Ya lo creo! A mí me gustan mucho las romerías.
 -No hagas caso, que no es por eso -replicó el boticario-. Va a ver al médico de Arnazábal, que es un muchacho joven, que el año pasado le hizo el amor.
 -¿Y por qué no? -exclamó Maintoni, sonriendo.
 Elizabide el Vagabundo palideció, enrojeció; pero no dijo nada.
 La víspera de la romería, el boticario le volvió a preguntar a su hermano:
 -Conque vienes, ¿o no?
 -Bueno. Iré -murmuró el vagabundo.
 Al día siguiente se levantaron temprano y salieron del pueblo; tomaron la carretera, y después, siguiendo veredas, atravesando prados cubiertos de altas hierbas y de purpúreas digitales, se internaron en el monte. La mañana estaba húmeda , templada; el campo, mojado por el rocío; el cielo, azul muy pálido, con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban en estrías tenues. A las diez de la mañana llegaron a Arnazábal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego de pelota en la plaza y dos o tres calles formadas por caseríos.
 Entraron en el caserío propiedad de la mujer del boticario y pasaron a la cocina. Allí comenzaron los agasajos y los grandes recibimientos de la vieja de la casa, que abandonó la labor de echar ramas al fuego y mecer la cuna de un niño; se levantó del fogón bajo, en donde estaba sentada, y saludó a todos, besando a Maintoni, a su hermana y a los chicos. Era una vieja flaca, acartonada, con un pañuelo negro en la cabeza. Tenía la nariz larga y ganchuda, boca sin dientes, la cara llena de arrugas y el pelo blanco.
 -Y ¿vuestra merced es el que estaba en las Indias? -preguntó la vieja a Elizabide, encarándose con él.
 -Sí, yo era el que estaba allá.
 Como habían dado las diez, y a esta hora empezaba la misa mayor, no quedaba en casa más que la vieja. Todos se dirigieron a la iglesia.
 Antes de comer, el boticario, ayudado de su cuñada y de los chicos, disparó desde una ventana del caserío una barbaridad de cohetes, y después bajaron todos al comedor. Había más de veinte personas en la mesa, entre ellos el médico del pueblo, que se sentó cerca de Maintoni y tuvo para ella y para su hermana un sinfín de galanterías y de oficiosidades.
 Elizabide el Vagabundo sintió una tristeza tan grande en aquel momento, que pensó en dejar la aldea y volverse a América. Durante la comida, Maintoni le miraba mucho a Elizabide.
 "Es para burlarse de mí -pensaba éste-. Ha sospechado que la quiero, y coquetea con el otro. El Golfo de Méjico tendrá que ver otra vez conmigo".
 Al terminar la comida eran más de las cuatro; había comenzado el baile. El médico, sin separarse de Maintoni, seguía galanteándola, y ella mirando a Elizabide.
 Al anochecer, cuando la fiesta estaba en su esplendor, comenzó el aurrescu. Los muchachos, agarrados de las manos, iban dando vueltas a la plaza, precedidos de los tamborileros; dos de los mozos se destacaron, se hablaron, parecieron vacilar, y descubriéndose, con las boinas en la mano, invitaron a Maintoni para ser la primera, la reina del baile. Ella trató de disuadirlos en vascuence; miró a su cuñado, que sonreía; a su hermana, que también sonreía, y a Elizabide, que estaba fúnebre.
 -Anda, no seas tonta -le dijo su hermana.
 Y comenzó el baile, con todas sus ceremonias y saludos, recuerdos de una edad primitiva y heróica. Concluido el aurrescu, el boticario sacó a bailar el fandango a su mujer, y el médico a Maintoni.
 Oscureció. Fueron encendiéndose hogueras en la plaza, y la gente fue pensando en la vuelta. Después de tomar chocolate en el caserío, la familia del boticario y Elizabide emprendieron el camino hacia casa.
 A lo lejos, entre los montes, se oían los irrintzis de los que volvían de la romería, gritos como relinchos salvajes. En las espesuras brillaban los gusanos de luz como estrellas azuladas, y los sapos lanzaban su nota de cristal en el silencio de la noche serena. De cuando en cuando, al bajar alguna cuesta, al boticario se le ocurría que se agarraran todos de la mano, y bajaban la cuesta cantando :
                             Aita, San Antoniyó
                             Urquiyolacua.
                             Ascoren biyotzeco
                             santo devotua.

 A pesar de que Elizabide quería alejarse de Maintoni, con la cual estaba indignado, dio la coincidencia de que ella se encontraba  junto a él. Al formar la cadena, ella le daba la mano, una mano pequeña, suave y tibia. De pronto, al boticario, que iba el primero, se le ocurría pararse y empujar para atrás, y entonces se daban encontronazos los unos contra los otros, y ,a veces, Elizabide recibía en sus brazos a Maintoni. Ella, reñía alegremente a su cuñado y miraba al vagabundo, siempre fúnebre.
 -Y usted, ¿por qué está tan triste? -le preguntó Maintoni, con voz maliciosa, y sus ojos negros brillaron en la noche.
 -¡ Yo! No sé. Esta maldad de hombre que, sin querer, le entristecen las alegrías de los demás.
 -Pero usted no es malo -dijo Maintoni, y le miró tan profundamente con sus ojos negros, que Elizabide el Vagabundo se quedó tan turbado, que pensó que hasta las mismas estrellas notarían su turbación.
  -No, no soy malo -murmuró Elizabide-; pero soy un fatuo, un hombre inútil, como dice todo el pueblo.
  -¿Y eso le preocupa a usted, lo que dice la gente que no lo conoce?
  -Sí; temo que sea la verdad, y para un hombre que tendrá que marcharse otra vez a América es un temor grave.
  -¿Marcharse?¿Se va usted a marchar? -murmuró Maintoni con voz triste.
  -Sí.
 -Pero ¿por qué?
 -¡Oh! A usted no se lo puedo decir.
 -¿Y si yo lo adivinara?
 -Entonces lo sentiría mucho, porque se burlaría usted de mí, que soy viejo...
 -¡Oh, no!
 -Que soy pobre.
 -No importa.
 -¡Oh, Maintoni! ¿De veras? ¿No me rechazaría usted?
 -No, al revés.
 -Entonces...¿me querrás como yo te quiero? -murmuró Elizabide el Vagabundo en vascuence.
 -Siempre, siempre...
 Y Maintoni inclinó su cabeza sobre el pecho de Elizabide, y éste la besó en su cabellera castaña.
 -¡Maintoni! ¡Aquí! -le dijo su hermana; y ella se alejó de él; pero se volvió a mirarle una vez, y muchas.
 Y siguieron todos andando hacia el pueblo por los caminos solitarios. En derredor vibraba la noche llena de misterios; en el cielo palpitaban  los astros. Elizabide el Vagabundo, con el corazón anegado de sensaciones, inefables, sofocado de felicidad, miraba con los ojos muy abiertos una estrella lejana, muy lejana, y le hablaba en voz baja...

  Elizabide el Vagabundo. (PÍO BAROJA)    
                                                                                                                 

viernes, 10 de abril de 2015

La Celestina (1499). Fernando de Rojas (1475-1541)



(...) Síguese la comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios. Asimismo hecho en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes.

Argumento
Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto propósito de ella, entreviniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calisto, engañados y por ésta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite, vinieron los amantes y los que les ministraron en amargo y desastrado fin. Para comienzo de lo cual dispuso el adversa fortuna lugar oportuno donde a la presencia de Calisto se presentó la deseada Melibea.

ACTO I

ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA

Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.
PÁRMENO, CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, CELESTINA,ELICIA, CRITO.
CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?
SEMPRONIO.- Aquí soy, señor, curando de estos caballos.

miércoles, 1 de abril de 2015

Cárcel de amor. Diego de San Pedro.

 El siguiente tratado fue hecho a petición del señor don Diego Hernandes, Alcaide de los Donceles, y de otros caballeros cortesanos: llámase Cárcel de Amor. Compúsolo San Pedro.
Comienza el prólogo así:
Muy virtuoso señor:
Aunque me falta sufrimiento para callar, no me fallece conocimiento para ver cuánto me estaría mejor preciarme de lo que callase que arrepentirme de lo que dijese. Y puesto que así lo conozca, aunque veo la verdad, sigo la opinión. Y como hago lo peor nunca quedo sin castigo, porque si con rudeza yerro con vergüenza pago. Verdad es que en la obra presente no tengo tanto cargo, pues me puse en ella más por necesidad de obedecer que con voluntad de escribir. Porque de vuestra merced me fue dicho que debía hacer alguna obra del estilo de una oración que envié a la señora doña Marina Manuel, porque le parecía menos malo que el que puse en otro tratado mío. Así que por cumplir su mandamiento pensé hacerla, habiendo por mejor errar en el decir que en el desobedecer, y también acordé enderezarla a vuestra merced porque la favorezca como señor y la enmiende como discreto. Como quiera que primero que me determinase estuve en grandes dudas: vista vuestra discreción temía, mirada vuestra virtud osaba; en lo uno hallaba el miedo, y en lo otro buscaba la seguridad, y en fin escogí lo más dañoso para mi vergüenza y lo más provechoso para lo que debía. Podré ser reprehendido si en lo que ahora escribo tornare a decir algunas razones de las que en otras cosas he dicho. De lo cual suplico a vuestra merced me salve, porque como he hecho otra escritura de la calidad de esta no es de maravillar que la memoria desfallezca. Y si tal se hallare, por cierto más culpa tiene en ello mi olvido que mi querer. Sin duda, señor, considerando esto y otras cosas que en lo que escribo se pueden hallar, yo estaba determinado de cesar ya en el metro y en la prosa, por librar mi rudeza de juicios y mi espíritu de trabajos. Y parece, cuanto más pienso hacerlo, que se me ofrecen más cosas para no poder cumplirlo. Suplico a vuestra merced, antes que condene mi falta juzgue mi voluntad, porque reciba el pago no según mi razón, mas según mi deseo.

Comienza la obra
Después de hecha la guerra del año pasado, viniendo a tener el invierno a mi pobre reposo, pasando una mañana, cuando ya el sol quería esclarecer la tierra, por unos valles hondos y oscuros que se hacen en la Sierra Morena, vi salir a mi encuentro, por entre unos robredales donde mi camino se hacía, un caballero así feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje. Llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte, y en la derecha una imagen femenil entallada en una piedra muy clara, la cual era de tan extrema hermosura que me turbaba la vista. Salían de ella diversos rayos de fuego que llevaba encendido el cuerpo de un hombre que el caballero forzadamente llevaba tras sí. El cual

domingo, 8 de marzo de 2015

El lazarillo de Tormes.


Tratado tercero

Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaeció con él


De esta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y, mientras estaba malo, siempre me daban alguna limosna; mas, después que estuve sano, todos me decían:
-Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un buen amo a quien sirvas.
«¿Y adónde se hallará ése -decía yo entre mí-, si Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le criase?»
Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome:
-Muchacho, ¿buscas amo?
Yo le dije:
-Sí, señor.
-Pues vente tras mí -me respondió-, que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena oración rezaste hoy.
Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según su hábito y continente, ser el que yo había menester.
Era de mañana cuando éste mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun deseaba, que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque ésta era propia hora cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas.
«Por ventura no lo ve aquí a su contento -decía yo-, y querrá que lo compremos en otro cabo».
De esta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia. A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo la deseaba y aun la había menester.

domingo, 1 de marzo de 2015

Miguel de Cervantes

El Quijote. Discurso de las armas y las letras

Y, ASÍ, CENARON  con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
—Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta
señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo, pues, ansí que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más, y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo) entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y, así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: «Paz sea en esta casa»; y otras muchas veces les dijo: «Mi paz os doy, mi paz os dejo; paz sea con vosotros», bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera y por tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática don Quijote, que obligó a que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban le tuviese por loco, antes, como todos los más eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:
—Digo, pues, que los trabajos del estudiante son estos: principalmente pobreza, no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el estremo que pueda ser; y en haber dicho que padece pobreza me parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta, que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del estudiante este que entre ellos llaman «andar a la sopa»64; y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que, si no calienta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos, premio justamente merecido de su virtud. Pero contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
            CAPÍTULO  XXXVIII

Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y letras

Prosiguiendo don Quijote, dijo:

miércoles, 25 de febrero de 2015

Romance del Conde Arnaldos



¡Quién hubiese tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda
las jarcias de oro torzal,
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar,
las aves que van volando
al mástil hace posar;
allí fabló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
- "Por tu vida, marinero,
digasme ora ese cantar."
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
"Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va."

domingo, 22 de febrero de 2015

Calila e Dimna (1251)

              Capítulo I
  Cómo el rey Sirechuel envió a Berzebuey a tierra de India


 Dicen que en tiempo de los reyes de los gentiles, reinando el rey Sirechuel, que fue hijo de Cades, fue un homne a que decían Berzebuey, que era físico e príncipe de los físicos del regno, e había con el rey grant dignidad, e honra, e cátedra conoscida. Et como quier que era físico conoscido, era sabio e filósofo, et dio al rey de India una petición, la cual decía que fallaba en escripturas de los filósofos que en tierras de India había unos montes en que había tantas yerbas de muchas maneras, e que si conoscidas fuesen, e sacadas, e confacionadas, que se sacarían dellas melecinas con que resucitasen los muertos; e fizo al rey que le diese licencia para ir a huscarlas, et que le ayudase para la despensa, e que le diese sus cartas para todos los reyes de India, que le ayudasen por que él pudiese recabdar aquello por que iba.
 Et el rey otorgógelo e aguciólo; et envió con él sus presentes para los reyes donde iba, segunt que era costumbre de los reyes cuando unos enviaban a otros sus mandaderos con sus cartas por lo que habían menester.
 Et fuese Berzebuey por su mandado, et anduvo tanto fasta que llegó a tierra de India.
 Desí dio las cartas e los presentes que traía a cada uno de aquellos reyes, et demandóles licencia para ir buscar aquello por que era venido. Et ellos diéronle todos licencia e ayuda.
 Et duró en coger estas yerbas e plantas grand tiempo, más de un año, et volviéndolas con las melecinas que decían sus libros, et faciendo esto con gran diligencia.
 Desí probólas en los finados, e non resucitaron ningunos; e entonces dubdó en sus escripturas, e cayó en grand escándalo, et tovo por cosa vergonzosa de tornar a su señor el rey con tal mal recabdo.
 E quejóse desto a los filósofos de los reyes de India. Et ellos dijéronle que eso mismo fallaron ellos en sus escripturas que él había fallado, e propiamente el entendimiento de los libros de la filosofía et el saber que puso Dios en algunos cuerpos, et que la melecina que él decía son las escripturas en que son los castigos e el saber, et que los muertos que resucitaban con aquellas yerbas son los homnes necios que non saben cuándo son melecinados con el saber, e les facen entender las cosas, e explanándolas aprenden de aquellas escripturas, que son tomadas de aquellos sabios, et luego, leyendo aprenden el saber et alumbran sus entendimientos. Et cuando eso sopo Berzebuey, buscó aquellas escripturas e fallólas en lenguaje de India, et de su letra trasladólas, trabajándose en las tornar en lenguaje de Persia, et concertólas. Desí tornóse al rey Nixhuen, su señor. Et el rey era muy acucioso en allegar el saber, et en aprobar los filósofos e amarlos más que a otros, e punnaba en aprender el saber e amarlo más que a muchos deleites de los que los reyes se entremetían. Et esa hora mandó Berzebuey a todo el pueblo que tomasen esas escripturas e que las leyesen, et que rogasen a Dios que les diese saber porque las entendiesen, e diolas a aquellos que eran más sus privados et más acerca del rey; et la una de aquellas escripturas fue aqueste libro que dicen CALILA E DYMNA
   

Elizabide el vagabundo. Pío Baroja.

ELIZABIDE EL VAGABUNDO  Cer zala usté cenuben enamoratzia?  Sillau is hiri eta guitarra jotzia? (¿Qué creías tú que era el enamorars...